Su proceso de formación no cesa desde hace millones de años. Hoy, el Monumento Nacional Vermilion Clifs continúa siendo una maravilla poco conocida. (Verlyn Klinkenborg, National Geographic, febrero 2012).
Buckskin Gulch es famoso por su profundo cañón, pero antes de adentrarme en él me topé con una ladera de arena de color rojo, tan lisa, tan perfecta en su forma y textura como la que deja una ola en la arena de la playa al retirarse. Se diría que cada grano sabía dónde debía estar.
Era arenisca en ciernes, todavía sin solidificar y aguardando la diagénesis, es decir, la transformación química que acabará por convertirla en roca. Distinguir la estratigrafía de la piedra en el acantilado es bastante sencillo, pero hay otra estratigrafía, la de la vida y sus formas biológicas, y aún otra más reciente, la que delata la huella humana.
Hace miles de años, este paisaje pertenecía a cazadores-recolectores indígenas, que debieron atravesarlo una y otra vez. Tras ellos, llegaron diferentes asentamientos indios que se fueron sucediendo en el tiempo.
Vigilando desde lo alto a todos estos humanos, itinerantes o residentes, estarían las aves que hoy conocemos como cóndores californianos que vivían en las zonas elevadas de los acantilados. Generación tras generación habrían velado estos parajes desde hace al menos 20 000 años, quizás incluso más.
En este entorno, el río Paria excava una garganta cada vez más profunda a través de la meseta que lleva el mismo nombre. Conviviendo con ella, en esta misma meseta se encuentra el llamado Sendero de la Luna de Miel (Carretera 89A), que la bordea, coincidiendo en parte con la ruta que siguieron los exploradores franciscanos del siglo xviii y los mormones que se dirigían a Utah para casarse.